Por Mauricio Cabrera
Cuauhtémoc lo volvió a hacer. Esta vez no hizo falta que se levantara de la camilla a la que lo sentenció aquel trinitario de virtudes carniceras. Tampoco que gastara el último cuarto de tanque antes de colgar los botines del la élite para ponerse los del viejo que maravilla al barrio relatando sus historias de grandeza mientras da los últimos zapatazos. Si en aquellas épocas de temor era la afición la que se unía en un solo grito pidiendo su presencia pese a que llevaba como piel los colores del equipo que más divide pasiones en México, son ahora los directivos los que apelaron al recurso infalible para pintar de fiesta una despedida que mereció teñirse de castigo ante los hechos recientes. Blanco ejerce justicia por sus propias piernas. A veces para sí; otras tantas para el país, incluso cuando éste, o lo que dicen que pertenece a él aunque en el fondo sea de las televisoras, no lo merece.
Debemos estarle agradecidos. Su bondad supera la de otros grandes. Hugo conquistó al mundo, pero a la patria le quedó a deber. Márquez escribió una historia tan azul que parece más cercano a una plática de sociedad con el príncipe Von Hohenlohe que a ser nuestro colega en los contaminados tacos de la esquina. Rafael se arde como nosotros ante la derrota. Con tan mal tino que ni siquiera en ese acto reflejo logramos aceptarlo. Al americanista, Cuauhtémoc le dio esperanza cuando no había más que extravío. Líder moral en tiempos de banderas de rendición. A México, el pasaje a dos Copas del Mundo. A los directivos, un lleno en el Azteca. Y al futbol, un héroe de carne y hueso.
Lleva la resistencia en el nombre. No por su implicación guerrera, sino porque en México firmar en el acto de nacimiento un homenaje a los antepasados es motivo de bullying inmediato. Si a eso se le suma que agraciado nunca ha sido, el cuadro está completo para que fuera como un perro pintoresco lleno de amor propio o un saco echado a la calle para recibir patadas ajenas. O se defendía atacando o lo mataban. Y eligió siempre lo primero.
Hace tiempo que México vive con un letrero de Se Busca. Cuauhtémoc es un futbolista de edición limitada. Ganó menos que Márquez y la comparación en metálico con Hugo queda desautorizada antes de concebirse. No alcanzó los planos del primer mundo de Chicharito ni tuvo el tiempo para consolidarse en España como Vela. Pero Blanco siempre jugó para divertirse. Se entregó a la afición. Humilló a quien quiso. Patentó una jugada. Dominó el balón con las piernas, con las nalgas y con la joroba. Golpeó a quien quiso. Jugará mientras se le siga dando la gana. Lo acusan de mujeriego y alcohólico, pero donde siempre se ha divertido es en la cancha. Exitosos habrá muchos; como él, ninguno.
Nos hemos equivocado con Cuauhtémoc. Se le ha juzgado por extender más de la cuenta su partida. Nos burlamos cada que renueva contrato. Lo comparamos con Julio César Chávez. Mejor guardemos silencio. Lo ha hecho por él y por nosotros. Por él, porque no está listo para dejar lo que le apasiona y porque en cuarenta minutos dejó claro que más vale un veterano con recuerdos de su talento que una Selección que a unos días del Mundial se encuentra sin argumentos para anotar o para, al menos, levantar a un aficionado de la tribuna. Por nosotros, porque ha prolongado tanto su adiós que nos ha permitido irnos haciendo a la idea de que un día no estará más, ni siquiera para homenajes. No escribo por ustedes, pero si la historia hubiera sido distinta, si un día cualquiera, sin previo aviso y sin que la decadencia de su rostro me indicara que su retiro era obligado, hubiera salido a decir que se iba para siempre de las canchas, que no volvería a patear una pelota, hubiera quedado destrozado, sin aliento, hundido en lágrimas. Ha sido mejor así.
Sobre advertencia no hay engaño. Disfrutemos a Cuauhtémoc. O lo que queda de él, porque ese día en que no vuelva a las canchas llegará, y cuando lo haga, sonreiremos reconociendo que esta vida extra que se ha comprado como futbolista ha sido también un obsequio para la afición, a la que aún pone a sus pies.