Por Mauricio Cabrera (Enviado Especial)
A Reinaldo tengo mucho que reprocharle. El Mundial me había vuelto desconsiderado. Con México se fueron mis sentimientos. Desde que Robben se lanzó a la piscina mi corazón se cerró, quedó negado. El juego lo sigo viendo por su valor estético, pero los nacionalismos los guardé para dentro de cuatro años, o cuando menos para la próxima Copa América. Tengo desde entonces un par de preferencias. Que gane Colombia y que no lo haga Argentina. Lo demás me daba igual. Hasta que llegó él a arruinarlo todo.
En Brasil se disfruta viajar en taxi. O eso o he acabado por agradecer no perderme entre la mala señal de telefonía y los GPS agotados. Acá no se escucha a Celia Cruz mientras estás atorado en el tráfico. Rara vez está encendida la radio. A los chóferes les gusta hablar de futbol. Hablan del Mundial. Son autocríticos con Brasil. Dicen que Felipao es un caradura. Que nadie como Romario porque es el único adorado por las cuatro grandes torcidas de Río. Recuerdan a Garrincha y a Zico. Coinciden, como casi todo brasileño, en que Brasil no ganará su Copa y comparten conmigo el deseo de infortunio argentino.
Entre todos ellos destaca Reinaldo. Moreno, con pelo a ras, de boca grande. Brasileño de una pieza. Se queja porque Brasil pretende ganar el Mundial con un proyecto de crack. Advierte que la seleçao debe cuidarse de James Rodríguez porque el único punto a favor de la verdeamarelha para el juego ante Colombia es la historia y esa un equipo como el colombiano la puede romper. Dice que Argentina tiene tres cracks y que Benzema ha sido el mejor del torneo. Le va a Alemania contra Francia por una cuestión cromática. El segundo uniforme de los alemanes recuerda al tradicional del Flamengo. Como él hay muchos flamenguistas. Al aficionado, como al hombre, se le conquista por los ojos.
Me habló de los muertos. Del impacto del futbol. De los corazones que se detuvieron ante los extremos del Brasil-Chile y frente a la espera suicida del Argentina-Suiza. Le contesté que podía pasar lo mismo en cuartos, que el balón aguanta más que el corazón. Se rió y me confesó que estuvo cerca, que acabó en emergencias por los penales ante los chilenos. Se sinceró de plano y me compartió el deseo de que gane Brasil, pero si no, que pierda en noventa minutos porque no sabe si a dónde lo mandaría un nuevo drama.
Le pagué veintidós reales. Le deseé suerte. Miré al Maracaná, lejano aún por el cerco policial que me obligó a cruzar un puente, y me sentí preocupado por él. No tanto como para ir contra las dos preferencias que me quedan en la Copa del Mundo. Que Argentina no gane y que Colombia lo haga, pero en noventa minutos para que el corazón de Reinaldo no se detenga para siempre.