Por Mauricio Cabrera
Casi mato a mi novia. Y a mí. Pero lo segundo importa menos que lo primero. Autodestrucción. Y entonces me identifiqué con la Selección Mexicana, aunque al menos ella no perdió por autogol. Es culpable, quizás tanto como yo, pero puede escudarse en el árbitro, en Robben o hasta en el destino que siempre va contra los mexicanos. Yo no. Fui un suicida que no llega ni al quinto partido ni a las vacaciones que tenía planeadas con su novia que por ahora, y tal vez por siempre, ha dejado de serlo.
Quisiera que la vida fuera como el futbol. La Selección tiene una nueva oportunidad cada cuatro años. Se reconstruye cuarenta y siete meses y se destruye en el cuarenta y ocho. Llevo cuatro días así y es como si fueran cuatro años. Espero la oportunidad, pero no sé si la tendré. Detrás de mi autodestrucción no está la nobleza del juego, sino la crueldad de la cotidianidad que exige que la vida siga sin tener un nuevo torneo que enfrentar. Acá no caben los consuelos de la Copa Oro, la Copa América, la revancha en un amistoso o el título de plástico en alguna competencia improvisada. Es ella y nada más. A la que perdí, a la que lastimé, a la que expuse al peligro, a la que amo por encima de todo.
El Mundial dejó a un país lamiéndose las heridas. Rápido se le dio la vuelta. Los memes con Robben tirándose desde la tercera cuerda eran masoquismo y acabaron convirtiéndose en broma barata. Las penas colectivas se superan con buen humor y esa amnesia a la que somos tan propensos. Las personales se lloran, no encuentran ecos multitudinarios que repartan el dolor entre varios. En Fortaleza lloré la destrucción de unos a los que considero míos por vestirse de verde; en el Libramiento Noreste lloré mi propia destrucción, pero sobre todo la del amor que hice volar por los aires. Mientras mi carro, el único muerto a manos de mi estupidez, daba vueltas, me sentí en la cámara Phantom. Segundos que duraron una eternidad. Pedí que no le pasara nada. Y se me concedió, pero igual la perdí, la lastimé. Para efectos prácticos, su vida era lo más importante y nuestro amor era lo más importante de lo menos importante, como el futbol, pero en términos de carne y hueso.
Ella siempre me pidió que no comparara el futbol con la vida. Y aquí estoy haciéndolo de nuevo. Lo paradójico es que fue ella quien me llevó a pensarlo. “Seguimos, pero nos daremos un tiempo. Es como un jugador que termina una temporada y se prepara para otra”, me dijo la última vez que la vi. Pero es diferente. Un jugador sabe que habrá otra temporada, que habrá un nuevo partido. Yo estoy solo, destruido. A estas alturas no me interesa el quinto partido ni entender los procesos destructivos de nuestro futbol, me interesa tener una oportunidad, y también la última. No sé si la merezco, carece incluso de importancia sabiendo que es ella la que lo decide. Lo que sí sé es que puedo tolerar la autodestrucción de mi país en la cancha, pero no la mía con ella. Si sobrevivo a este autogol, la haré la más feliz del mundo. Y no habrá cuarto partido que me detenga.