Por: Roberto Quintanar
Han pasado 169 años de la Batalla de Chapultepec, uno de los episodios más tristes (y a la vez laureados) de la historia de México. Esa tarde, el agresor ejército estadounidense se coló al corazón del país para hacerlo pedazos con su superioridad militar.
La necesidad de encontrar un consuelo a la estrepitosa y humillante derrota hizo héroes a los jovencitos cadetes del Colegio Militar, a quienes la memoria oficial todavía recuerda cada 13 de septiembre, conmemoración que más bien debería conllevar un amargo duelo.
El paso de los años y las generaciones han ido eliminando el resentimiento por aquella guerra injusta. Hoy los mexicanos aceptamos nuestra realidad de tener como vecinos a los estadounidenses y desde hace más de medio siglo recibimos su influencia con absoluto beneplácito: sus churros hollywoodenses, sus grupos musicales, las modas y forma de vestir, muchísimas series televisivas, etc. La globalización nos ha acercado a ese intento de ser un poco más como ellos, “sin querer queriendo”.
¡Ah, pero eso sí! Hay un ámbito que poco tiene qué ver con las municiones, el expansionismo y la agresión al que todo ese resentimiento histórico fue canalizado: el futbol. Esa relación de amor-odio que tenemos con el vecino del norte, que tanta mano ha metido en México tanto militar como política y económicamente a lo largo de nuestra existencia como nación, se convierte en una cuestión casi de honor cuando se trata de enfrentarlos en el rectángulo verde. Probablemente se deba a que es el único momento en el que podemos sentirnos superiores a ellos en algo. No importa que nuestra riqueza histórica y cultural iguale o supere a la suya; tiene que ser el balompié el momento de esa venganza, la metáfora de una batalla en la que nuestro imaginario cree que los Niños Héroes de Chapultepec disfrutan la victoria desde el más allá.
Pero justo ahora que podíamos dejar atrás una década de pesadilla en la que ellos fueron mejores hasta en nuestro querido futbol (porque por un periodo ya ni en eso les podíamos partir su blanco, protestante y anglosajón hocico), la Selección Mexicana ha comenzado a dar muestras de una peligrosa debilidad justo poco antes de una brutal visita a Columbus, Ohio, la tierra de los sinsabores tricolores. El comienzo del hexagonal tenía que ser ahí, contra ellos y en ese momento… ¡carajo! Tanto que nos había costado recuperar la cima de la CONCACAF, y ahora los problemas de Osorio y el juego feo del Tri amenazan ese puesto privilegiado.
El futbol, la única forma de tener una catarsis contra el estadounidense, el único momento de celebración libre de un triunfo contra el gringo (porque la victoria en la Batalla de Carrizal de 1916 ni siquiera la enseñan bien en las escuelas, no sabemos si por temor oficial a que el vecino se vaya a enojar o porque nos gustan más los episodios de sufrimiento) nuevamente parece ya no ser nuestro terreno, ése en el que ellos deberían inferiores y en el que Donald Trump no viene a humillarnos en nuestra propia casa. ¿Es que ya ni en eso podremos ganarles?
En noviembre, Juan Carlos Osorio y su debilitado batallón resolverán todas nuestras dudas.