Por: Raúl Garrido
La vida es como el futbol, a veces se gana y a veces se pierde. Es como la división internacional del trabajo -según escribía Eduardo Galeano en la “Introducción: Ciento veinte niños en el centro de la tormenta”, del libro Las venas abiertas de América Latina– consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Y no estoy hablando de futbol, aunque también aplica. Perdimos al hombre pero ganamos el pensamiento, ese que ha quedado para la eternidad.
Despertar y leer sobre tu muerte es un balde de agua fría. Fatal. La memoria, esa que bien puede traicionarnos sin el menor remordimiento, me remonta a Patas arriba, el primer libro tuyo que llegó a mis manos. Gracias a Mario Sotelo. Poco a poco te fui conociendo: Días y noches de amor y de guerra, Espejos, Las memorias del fuego, El libro de los abrazos, Las venas abiertas de América Latina y, por supuesto, el amor fue sellado con El futbol a sol y sombra.
Ese momento de shock me llevó a los días de escuela, cuando discutíamos de ti, para bien o para mal, pero siempre de ti. Imposible no tocarse el corazón con tus textos, cualquiera de ellos. Brutal estudio sobre el pasado, presente y hasta el futuro del continente. Cuando Hugo Chávez le regaló tu libro a Obama, los debates en el salón de clases eran fuertes y acalorados. Así fuiste formando parte de nosotros, de todos y cada uno de tus lectores. Disculpa si generalizo.
Esa unión entre lector y escritor culminó ese día que te vimos, de lejos, en la Sala Nezahualcóyotl. Fuera de nuestro círculo de amigos en la facultad, no era tan fácil la charla sobre ti. Ilusamente acordamos vernos una hora antes de la Conferencia Magistral. Error. Fuimos parte de los cientos de personas que se quedaron fuera. Pero te vimos en las pantallas que la Universidad tuvo que sacar. Te escuchamos, sobre todo eso, como niños pequeños sentados sobre nuestras piernas. Gracias maestro. Como dice mi amigo Fer “Lo que escuchamos esa tarde, se quedó para toda la vida”.
Tampoco se me escapan de la memoria aquellas noches en la habitación de estudiante donde residía, de 1×2, las lecturas que hacía del intercambio epistolar con el Subcomandante Insurgente Marcos. “No, no me preocupan ni la noche, ni la lluvia, ni los truenos”, como escribía el Sub. Recuerdo una en particular, aquella en donde Marcos narra que estaba sentado en una banca escribiendo, y fumando por supuesto, cuando unos niños zapatistas pateaban un balón frente a él. La alegría y sonrisas eran tantas que se paró a jugar con ellos, aunque quizá la memoria me traicione y no haya jugado. Recuerdo que al final narra una chilena en la cascarita y se despide reconociendo tu pasión por el futbol. De inmediato pensé en la fuerte influencia que habías ejercido sobre él, casi la misma que Cervantes con El ingenioso Hidalgo.
Siempre te admiré y aún así te traicioné. Debo confesarte que un Peñarol visitó el Olímpico de Ciudad Universitaria para enfrentar a los Pumas, mi equipo. Me gustó el equipo y años más tarde me puse la camiseta de los aurinegros aún sabiendo que tú eras hincha del Nacional de toda la vida. Lo siento. La traición fue peor de lo que piensas, propuse la camiseta del Carbonero para el equipo de Futbol 7 con los vecinos de mi cuadra cuando pude abogar por la del Rey de Copas.
En fin, se está haciendo tarde (¿para qué?) y no quiero aburrirte. Te escribo la carta que nunca escribí pensando en que algún lector la haga suya. Es hora de cerrar. Tu cuerpo se ha ido pero siempre tendremos presente tu pensamiento, tus libros han inmortalizado tu nombre, tu idea. Coincido con mi querido Christopher, “A veces sientes que no era sólo un escritor, sino alguien que de alguna forma está presente en tu vida”.