Por: Farid Barquet Climènt
El pasado viernes se cumplieron 19 años del fin de un episodio —cuyas secuelas persisten—que tuvo al mundo en vilo más de cuatro meses: el 22 de abril de 1997 el ejército peruano rescató a 71 rehenes que durante 126 días estuvieron secuestrados dentro de la embajada de Japón en Lima, tras el asalto a ésta la noche del 17 de diciembre de 1996 por un comando del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).
A unos pocos días de la navidad del año 1996, el embajador japonés en Perú ofreció una recepción en la residencia diplomática, a la que de acuerdo con información del periodista argentino Hugo Montero, asistieron aproximadamente 800 invitados entre “diplomáticos, empresarios influyentes, funcionarios del Gobierno y militares de alto rango” .
Súbitamente, la amenidad del convite se vio interrumpida por un fuerte estallido: el comando del MRTA—denominado “Edgard Sánchez”, conformado por doce hombres y dos mujeres que no rebasaban los 20 años de edad— logró derribar con explosivosparte de la barda que circundaba la embajada, se internó en ésta y tras detonar al aire el armamento que portaban sometieron a los asistentes a la recepción, la mayoría de los cuales fueron liberados en las horas siguientes, permaneciendo solamente 72 en poder de los secuestradores, los cuales, aproximadamente una semana después de hacer públicas sus exigencias, aceptaron la intermediación de representantes eclesiásticos y de la sociedad civil para negociar la liberación de los rehenes.
A casi dos décadas de distancia es posible conjeturar que, inclusive antes de que se entablaran las conversaciones que supuestamente apuntaban a una salida pacífica a la crisis, el gobierno del entonces presidente peruano Alberto Fujimori empezó a diseñar, con todo sigilo, la operación militar que—hoy lo sabemos—cuatro meses y seis días después del asalto sorprendió al comando del MRTA, cuyos 14 integrantes murieron, y permitió el rescate de 71 de los 72 secuestrados.
Es fácil imaginar que losintegrantes de un comando adiestrado durante meses para allanar la representación de un gobierno extranjero y mantener privados de la libertad a decenas de personas por varios meses, tendrían la instrucción precisa, aprendida como mantra, de no concentrar a la totalidad de sus integrantes ni a la mayoría de éstos en un mismo puntode la casa, pues de lo contrario un francotirador o una granada podrían diezmaro aniquilar al grupo secuestrador. Sin embargo, el tiempo parece haber hecho mella en la estricta observancia de todo lo que les fue indicado: las pautas internas se relajaron al grado de que “para distender el clima entre ellos”, el dirigente del comando, “después de más de cuatro meses de tensiones, había permitido que se organizaran algunos partidos de futbol en la sala más amplia de la residencia” .
Ni el adoctrinamiento ideológico más enceguecedor, ni la enajenación producida por la ilusión revolucionaria así como tampoco las probables promesas de que terminarían asilados en otro país como celebridades justicieras o de que su sacrificio sacaría de la miseria a sus familias, impidieron que ocho de los doce integrantes del comando organizaran todas las tardes una cascarita, un picadito futbolero de 4 contra 4.
Los partiditos en aquel hall—que antes de convertirse en cancha para jóvenes campesinos estaba acostumbrado a recibir a lo más granado de la sociedad peruana— se volvieronuna invariable rutina vespertina, misma que logró ser comunicada al gobierno peruano por un almirante que se contaba entre los secuestrados. Fue así como a las 15:23 horas del 22 de abril de 1997 inició la Operación Chavín de Huántar “con la detonación simultánea de tres cargas explosivas desde el subsuelo de tres habitaciones diferentes. La primera destruyó el piso donde estaban jugando ocho guerrilleros; tres de ellos murieron en el acto a causa de la explosión…” .
Así les llegó la muerte: jugando futbol,como muy probablemente lo hacíanentre platanares, hasta hacía muy poco, en Quillabamba, Satipo, Oxapampa o en algún otro poblado de la selva central del Perú, donde sus mentes todavía de niños quizá los hacían soñar que defendían al Santa Rosa, al Deportivo José Olaya, al Unión Social, o bien, que hacían prodigios con la pelota como los seleccionados nacionales Percy Olivares, Roberto “Chorrillano” Palacios o José “Chemo” del Solar, si es que alguna vez escucharon hablar de ellos o pudieron verlos por la televisión, ese aparato que transmitió en vivo para todo el mundo susúltimos segundos, que transcurrieronen una casona limeña, lejos de la amazonia peruana, no en la inmarcesible lucha por la revolución sino en la simple búsqueda de un gol.