Por: Raúl Garrido | @RauGarr
Como jugador fue un ganador. Como técnico aún es muy joven. Matías Almeyda es de corazón rojiblanco, por ello deambuló como una alma en pena de regreso a casa, aquella noche triste de lo que los más enamorados llaman: “27-J el día fatal”. Cuando River Plate perdió la categoría por primera vez en su historia, las lágrimas del capitán Almeyda eran más que las de un jugador, eran las de un hincha. Ese hincha que de pequeño soñaba con portar la banda en el Monumental, con ganar una liga, con ser campeón de Europa. Había regresado al club para retirarse, porque quería hacerlo con el club de sus amores. Y lo hizo.
Lágrimas corrieron por su rostro, como las de Juan Pablo Carrizo, el nieto del histórico portero de River Plate, don Amadeo Carrizo. Matías fue un líder hasta el final, en las buenas, en las malas, y en el drama del descenso; se acercó con los más jóvenes, los menos culpables, para apoyarlos, para transmitirles su experiencia, pero sobre todo para hacerles saber la importancia de portar la banda, de nunca quitarse la camiseta y, por el contrario, de traerla bien puesta en esos momentos tan difíciles. El luto era grande y el vestidor completo no lo podía creer… no era para menos. Matías dejó las instalaciones después de la una de la mañana. Con los ojos vidriosos y la voz cortada, partió a su casa.
Su cabeza se llenó de mil cosas. En casa lo esperaba Luciana, su soporte, el amor en carne viva, su esposa, con la cara larga y sin saber qué hacer para animar a Matías. También estaba Gabriel Amato, amigo personal y de la familia, quien por aquel entonces era vecino. La noche fue larga, el dolor profundo. Almeyda durmió poco, las lágrimas no se fueron. Matías quería revancha, sabía que estaba marcado y quería hacer algo por River, por los colores, por la camiseta, por el amor de su vida. Tenía un sueño que buscaba materializar: ser entrenador de River. En una fracción de tiempo se decidió, llamó al que sería su cuerpo técnico, le presentó el proyecto a Daniel Passarella y poco tiempo después se sentaba en el banquillo del Monumental para buscar el ascenso con la banda.
“La terapia terminó de hacerme entender que quiero vivir del futbol. Que tengo que vivir del futbol. Que voy a vivir del futbol”, comentó luego de someterse a una terapia psicológica. A los 30 años se había deprimido, había ganado la Copa Libertadores, la Liga, triunfaba en Europa, jugaba en la Selección y no era feliz. Cuatro años le duró la depresión y quiso dejar el futbol. Lo dejó. Un día jugó con los veteranos de River, esos locos que enamoraron al mundo con su calidad y buen toque; uno de ellos ídolo de Zinedine Zidane, Enzo Francescoli. Al verlo en forma le dijeron que no podía jugar con los veteranos, sino con el primer equipo. Probó con el Fénix de la cuarta división argentina y decidió que estaba para jugar en primera.
El equipo se iba hundiendo, pero él resaltaba. En la cancha no pudo evitar el descenso: de hecho, no jugó el último partido. Lo miró desde atrás del banco de suplentes, como quien observa la muerte de un ser querido desde atrás de un vidrio de una sala de operaciones. Para la eternidad quedaron las imágenes de la televisión donde se come las uñas sin parar. El futbolista que no volverá a ser, el capitán que no volverá a encabezar al equipo saliendo del vestidor para enfrentar al rival. No volverá a calzarse los zapatos, lo medita, pero aún no lo sabe.
Colgó los botines con 38 años, sabía que podía ayudar más al equipo desde el banquillo que desde la cancha, las piernas no le daban más. Se rearmó con rapidez tras una situación traumática. Lo que hizo fue afrontar el problema, al cual había que buscarle una solución y esa solución era él. Tomar el mando fue su forma de canalizar el dolor. El Almeyda psicoanalizado busca el convencimiento en sus propias palabras, aunque a lo largo de su estancia en River titubeó un par de veces acerca de su continuidad. El sillón de DT de River es un sitio tentador, y el Pelado sufrió algún que otro intento desestabilizador por lo bajo. Algunas aves de rapiña volaban en Núñez.
Cuando se retiró iba a su campo, en Azul, los lunes y los miércoles. Y los demás días no hacía nada. O sí: llevaba a sus hijas al colegio. Además, tuvo ataques de pánico: “Quería romper todo, era algo que me salía de adentro. No era yo. Mis amigos y Luciana empezaron a decirme que probara con un psicólogo. Yo estaba en contra, decía que me iba a curar solo”.
Podrá discutirse la metodología de juego de su equipo, pero no el método: en su equipo de trabajo hay un manejo horizontal. Amato, Carlos Roa y José Chamot participan de las decisiones. “No creo en los líderes. Muchos de los llamados líderes han sido grandes actores, a mí no me van. Creo en el diálogo”, sostuvo alguna vez. Al final, le resultó. Ascendió a River Plate, pero no era un logro, sino una obligación que él tenía. River estaba de vuelta y lo hacía para nunca irse más. La nueva misión no era sostenerse, sino volver a ganar, pero gustando. No lo consiguió. La hinchada pidió su cabeza y sin más ni menos, la aventura terminó. Acusó a Ramón Díaz de haberlo echado, pero el otro Pelado lo desmintió.
Estuvo en Banfield casi tres años, lo tomó en el Nacional B, lo subió a Primera y después no pasó mucho con el equipo, la hinchada se cansó de él, los jugadores rompieron relación con Matías y también lo señalaron públicamente. Los días de Almeyda estaban contados. Se fue tras una goliza escandalosa: “mi ciclo ha terminado”.
Ese es Matías Almeyda, el que baila folclore, el que se destaca zapateando, el que admira a Horacio Guarany, el que conduce un Gordini modelo ‘63. Quien cree que cuando uno tiene depresión no valora nada: “Te encerrás, no te querés ni a vos mismo, entrás en una autodestrucción. Pero salís”. Matías ya vivió en carne viva el drama del descenso, sabe lo que es descender con un grande, y no quiere repetir el mismo sufrimiento. Los colores rojiblancos los lleva en el corazón.
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