Una cuestión de química. El fracaso se escribió incluso antes de comenzar. Entre Gustavo Matosas y América hubo siempre una pasión tan ardiente que terminó por volverse más affaire que realidad. Importaba el calor del momento, el del mutuo deseo y el de la ambición. De sustancia había poca. De empatía, aún menos. Un par de enfiestados queriendo beber la gloria del otro. Funcionó como aventura de una noche. Nunca como punto de partida para un proyecto. El error es de Peláez.
Las finales abrazan. Las formas exponen. La presidencia deportiva ha sido exitosa en lo cerebral y turbia en lo visceral. Si el metal obtenido en los últimos años dignifica, las rupturas bañadas de desdén y cólera dibujan oscuridad en una gestión que bajo la ciencia exacta resulta intachable. El liderazgo se percibe en la institución, pero se disuelve en su traslado al individuo. El desencuentro es natural. La aversión consecutiva de dos técnicos que en su tiempo y espacio entregaron éxitos y palmas es cuando menos sospechosa. Hipótesis hay varias. O el llamado a conciliar, labor intrínseca del más alto en el organigrama, es en realidad un dictador, o no sabe comunicarse o ha sido incapaz de identificar, tras el acierto con Miguel Herrera, a un técnico con las cualidades deportivas y humanas para someterse al modelo deportivo que desde la entidad pretende impulsarse. En todas ellas el culpable es el mismo.
Matosas nunca se traicionó. Siguió siendo el mismo egocéntrico hecho en Guanajuato. Habló como siempre. A veces con fundamento y otras tantas con la demagogia del que gusta a la afición sólo por decir que jugará al ataque. Exigió tanto como pensaba merecerlo. Y como la directiva misma se lo indicaba en esas horas previas a que el contrato quedara sellado. Se vistió con la ostentosidad del nuevo rico porque entendía que dirigir a las Águilas implicaba un ascenso en la pirámide social. Actuó fiel a su libro hasta el último día. Demandó refuerzos, le dijeron que no. Decidió irse. No tanto porque su madre le dijera que por algo pasan las cosas, sino por sus pinches huevos. Él es así.
La historia nació envenenada. Las formas de Mohamed no eran las de Ricardo. Por ende, tampoco las del América. Vino el flechazo cantado. Matosas jugó como ese estandarte que garantizaba la venía del pueblo. Desde entonces, el amorío no hizo más que ir a menos. Un último refuerzo negado cuando Gustavo apenas desempacaba, discrepancias en cuanto al desempeño de los futbolistas y una visión encontrada respecto a las necesidades del equipo de cara al Mundial de Clubes. Una bomba de tiempo que se activó apenas cinco meses después de haberse fabricado. Matosas siempre fue Matosas. Bajo cualquier hipótesis, el error es de Peláez.