Por: @laplumadelpoyo
Jorge Valdano dijo de Fernando Redondo: “es un futbolista lleno de clase. Que la clase no te ayuda a ganar partidos, pero tampoco a perderlos”.
Pero esta columna no hablará de Fernando ni de Jorge, sino de quien fuera enemigo público de México el año pasado, y que se ha convertido, de nuevo, en el chivo (alegre semántica) expiatorio por antonomasia. En el Cid Campeador tapatío. O en una discreta analogía, en el próximo convidado a las citas secretas con cierta podóloga.
Chepo de la Torre ha sido elegido como el nuevo (viejo) técnico de las Chivas. Vergara ha tomado, de nuevo, la mejor decisión.
Porque él no se equivoca. Los millonarios tienen esa singular manera de enfrentar la vida…. sus errores se camuflan con un cheque, un apretón de manos rápidamente olvidado con gel antibacterial, y esa mirada de suficiencia con que la mayoría ostentan atravesar a aquellos que no tienen una cuenta bancaria dilatada. O zapatos de esos que salen en lo mismo que un enganche.
Pero estábamos con el Chepo. Yo tuve un gran amigo, cuya pista he perdido, llamado Javier de la Torre. Jugó en la Sub 17. Tenía, como Redondo, una clase sin precedentes, pero era demasiado frágil y aunque era un gran volante no metía gol ni por equivocación. Su padre, malhumorado y con un bigotazo villista, no faltaba nunca a un juego nuestro, y miraba la pelota con la misma nostalgia con que vemos la foto de un amor intenso que ya nunca más será.
Javier decía que su padre era un crack, y yo le creía.
El señor era primo del Chepo.
Javier me contaba que lo había visto poco. Te estoy hablando de 1995, más o menos la época en que Chepo jugaba en los Tigres y su fútbol vivía una suave curva decadente.
Para Javier, era un tío de gesto serio, adusto, que no le gustaba hablar de fútbol y que las poquitas veces que lograron coincidir, siempre le dio la impresión de que caminaba (como Vergara, como esos millonarios), con un aire de superioridad inviolable.
“Es un pinche mamón”, me decía.
Me movía la curiosidad, pero para mí Chepo siempre fue un enemigo natural. Jugó en las odiadas Chivas. Luego en Oviedo, ciudad asturiana que yo no podría ubicar en un mapa sin división geográfica.
Regresó para el Puebla de Lapuente, Larios y Poblete. Jugó en el Cruz Azul de Romano, Hermosillo y Duana. En las Chivas de Ramón, Coyote y Misael. En los Tigres de Siboldi y el Pastor Lozano, e incluso tuvo el detalle de ser campeón con el Necaxa de Adolfo Ríos, Aguinaga, y el Ratón Zárate.
Siempre fue un volante elegante.
Y de nuevo esa palabra que angustia a los que miran en el fútbol una batalla violenta donde el más feroz siempre tendrá la última palabra. Chepo tenía clase para gobernar el mediocampo, y quizá hasta ahí habría quedado, de no ser por su empeño de volverse entrenador.
Le dio dos títulos al Toluca, que no es poca cosa. Y el último título a las Chivas, que tampoco sería poca cosa, pero siendo sinceros, con el estado actual de las cosas, suena como una hazaña de proporciones titánicas. O más.
Todo esto marca una trayectoria suficiente para que en Guadalajara sientan que el temporal ha escampado. Que con Chepo todo estará bien. Que todo lo que ocurrió con la Selección Mexicana es un mal recuerdo que se irá erosionado, pues ahora pensamos sólo en el Piojo, y ya olvidamos las últimas conferencias del Chepo, cuando la presión le había descolorado el gesto dejándolo con cara de Popeye sin pipa, y todos pensábamos que estaba a punto de una apoplejía.
Eso quedó en el pasado, porque en el fútbol mexicano hasta el futuro tiende a ser pasado. Hay tan pocas divinidades a las que un aficionado puede encomendarse, que el Chepo, o la posibilidad del Chepo, suena a Mourinho en plan de Tom Hanks rescatando al Soldado Ryan.
Pero en el fondo, todos sabemos que así como las Chivas no van a descender porque en México esas cosas no ocurren (basta mirar cualquier película de Luis Estrada para entender, sin drama ni resignación, que en efecto las Chivas NO descenderán), así sabemos que no existe modo alguno en que algo que junte a Chepo y a Vergara no explote como un petardo. Como una granada. Como un discreto Big Bang.
Sabemos que levantaron barcos (él y Néstor), y hundieron trasatlánticos, así que están en un tenso empate marinero.
Lo sabíamos con LaVolpe, y hay que reconocer que el final (el modo de llegar al final), nos sorprendió a todos por original, pero no el resultado.
Y con Chepo será lo mismo. No he abierto las tripas de una oca, ni tirado los huesos de un mono sobre una bandeja de plata, ni invocado en modo Ouija a un espíritu rojiblanco que me cuente lo que va a suceder.
Basta con mirar a Vergara para saber que lo único que no puede tolerar, es que en su equipo exista alguien más mamón que él.
Y emulando a Valdano en versión vulgar, lo mamón no te ayuda a que tu equipo descienda. Pero tampoco va a impedir el tobogán.
Nada lo va a impedir. Sólo que un milagro en forma de yo-tengo-más-dinero le arrebate por fin el equipo a ese hombre oscuro que tanto daño les ha hecho.
Así, tal vez el Chepo podría de nuevo ser aquel que incluso consiguió que el Bofo y el Venado fueran considerados buenos futbolista.
Pero entre tú y yo sabemos que nada de esto pasará.
Que la antipatía de ambos acabará hundiéndolos (soberbio contra soberbio tiende a anularse), y que las Chivas no descenderán únicamente porque, para bien o para mal, esto sigue siendo México.
Lo sabe el Chepo.
Lo sabe mi amigo Javier.
Lo sabe incluso Vergara, pero seguirá pensando que nada de esto fue su culpa. En todo caso, culpará a sus zapatos.