Gabriel Gallo | @Gallo9003
Cuestionar las decisiones de la autoridad se ha convertido en el deporte más popular del país, quizá incluso, por encima del futbol. Y es que 90 minutos del deporte más hermoso del mundo, son suficientes para darnos cuenta de por qué es así.
Quienes jugamos -o hemos jugado- este deporte (y quizá cualquier otro), estaremos de acuerdo en que la función primordial de un árbitro es ayudar a que un encuentro de futbol, transcurra bajo cierto orden. Y sin embargo, existe una falta de criterio de parte de la autoridad, para entender que la aplicación de un reglamento es en beneficio de todos.
Sucede en el futbol y sucede en la vida.
Cuando las reglas les aplican a unos y no a otros -aun quedando claro que la situación es la misma-, disfrazando la diferencia entre el clasicismo de facciones opuestas, el valor del reglamento queda en el olvido y el individuo se siente con los argumentos necesarios para sobrepasar a la autoridad.
Ese abandono al respeto por la autoridad, lleva al cuestionamiento de cualquier decisión que parezca afectar al individuo de manera personal, pues cuando el daño no le toca, no existe la necesidad de hacerse escuchar.
El mexicano se desgañita en insultos ante cualquier decisión de la que no es partícipe. Sin importarle si es tomada por Enrique Peña Nieto, o por Enrique Bonilla. Presidentes, ambos, de los baluartes más importantes en el imaginario colectivo de nuestro país: patria y futbol.
Y es que todo se desencadena a través de las pequeñas cosas: un policía corrupto que comete injusticias, no es más que un árbitro incapaz de poner orden de manera efectiva durante un partido de 90 minutos. Un galeno que juzga con criterios diferentes, dos infracciones cometidas por jugadores rivales, no es más que un político que vota sólo en favor de las iniciativas de su partido, sin importarle el país.
El sentimiento de impotencia ante la injusticia, es generalizado.
Lo peor de todo, es que cada vez con más frecuencia, la impotencia se convierte en violencia. Ya sea un conato de bronca entre futbolistas en plena Navidad, o enfrentamientos a sangre y fuego con los cuerpos policiales, donde la población civil queda cautiva de los derechos humanos más básicos.
La falsedad de la que se han rodeado las autoridades de nuestro país, nos invitan a dudar de ellos.
Para el futbol, la solución, a priori, pareciera bastante sencilla: abrazar la inclusión de la tecnología en el deporte más popular del mundo, para legitimar las decisiones que un árbitro toma sobre el rectángulo verde.
En cuanto al país… bueno, ahí la solución es otra.