Por: Carlos Blue
Por cada lágrima que recorría su rostro había recibido una patada mientras conducía el balón, o un pequeño pero constante aviso de un defensor cuando las cámaras no estaban con él. El respeto combinado con el miedo de Brasil hacia James Rodríguez no sólo quedaron demostrados con el gesto en medio campo de David Luiz, una acción un tanto populista como casi todo lo que rodea a su selección, sino con el recital de jalones, puntapiés y faltas que recibió durante todo el partido.
Por un instante Colombia escapó del tiempo, James anotó un penalti y la langosta en su hombro parecía ser una señal que profería el apocalipsis del pentacampeón y toda su hueste. Sin embargo, Colombia murió de nada. El pánico escénico y los errores individuales fueron suficientes para dejarlos fuera.
Cuenta Pancho Maturana que alguna vez, previo al mundial de 1990, Franz Beckenbauer le dijo que con Colombia no pasaría nada porque no tenían historia, entendido ese concepto como aquella cosa que hace que en el momento complicado uno no de el 100% sino el 120%; esa historia se consigue viendo y no jugando.
Han pasado veinte años entre las dos grandes generaciones colombianas. James Rodríguez no había nacido cuando Higuita le entregó la pelota a Roger Milla, tenía apenas dos años cuando un autogol le costó la vida a Andrés Escobar. Los jóvenes colombianos no saben quienes son Asprilla, Rincón, Valderrama o Álvares. En este mundial, James fue el depositario de la fantasía colectiva, pero de nada servirá si se pierde en el tiempo y sus grandes jugadas no se convierten en algo que idealizar y en valía espiritual.