Por Mauricio Cabrera (Enviado Especial)
Robben no tiene la culpa. Engañó al árbitro con alevosía y negoció por la vía de la simulación el boleto de su país a cuartos de final. Hizo lo que noventa de cada cien delanteros haría. Y el silbante, falible como el cien por ciento de los de su tipo, se tragó la carnada. Aunque al juego se le exija moral, el triunfo de la patria patrocina la mentira. Arjen fue astuto, tramposo si se quiere. Es culpable ante el árbitro, que seguro se irá a casa. Pero no debe serlo ante México, que en una introspección libre de ardor acabaría reconociendo que hubiera querido ganar aunque fuera avalado por la ilegalidad. Tranzar para avanzar, dice una de las patentes patrias.
México domina el arte del engaño. La violencia de la caída apunta a dos nombres. Arjen trazó el plan y Proença jaló el gatillo. La historia se sostiene por todos lados. Si se pudiera, para ese par se exigiría cadena perpetua. Es la versión que quiere leer el mexicano, la que le gusta para calmar su rabia. No tolera ver ni entender que la Selección no murió víctima de un asesinato, sino de un suicidio. Lleva seis Copas del Mundo haciéndolo. Veinte años quitándose la vida sin contar con su astucia y pretendiendo deslindar responsabilidades en individuos, genialidades e infortunios. Si la vida permite un suicidio per cápita, el futbol bautiza a los suicidas seriales y los viste de mexicanos.
El modo de morir es muy nuestro. El mexicano se ilusiona para acabar desencajado. Construye fantasías, las vive a grado tal que las convierte en hechos y las vomita cuando le rompen la cara. Este Tri ha sido la máxima obra del ingenio. Constante dar y quitar para abolir de una vez por todas cualquier recoveco de objetividad. Una montaña rusa a la que subimos gustosos porque de la pobreza se pasó a las manos llenas, a las portadas en que se hablaba del portero heroico, del técnico a toda madre y de la afición obsesionada con ser local jugando de visita. Diseñamos la trampa de la primera fase para meternos en ella. Decretamos que le ganaríamos a Holanda, sacaríamos a Costa Rica y veríamos a Messi en semifinales. El autoengaño como método de destrucción.
Ante Holanda el plan fue siniestro. Si una película de terror se vuelve predecible desde su segunda entrega, México se reinventa en cada oportunidad. Repite obstáculos de anteriores ediciones, los supera, e incorpora nuevos. Esta vez, el resbalón de Márquez no fue gol en contra, como si fue el de Osorio hace cuatro años. La Selección anotó y no hubo respuesta del rival. Lo mantuvo en cero. Reyes entró y no se convirtió en un Rodrigo Lara dentro del área. Era hoy. Se veía en los jugadores, se sentía en los cánticos de la afición y en el cuerpo derretido de los holandeses. Presenciábamos historia.
Vino entonces la muerte de último minuto. Miramos incrédulos hacia el suelo. Gritamos que no sabiendo que sí. Volvimos a caer. Nos enojamos con el árbitro, con Robben, con Márquez y con el destino que condena a los mexicanos. El chile nacional había dejado de picar. Y entonces empezamos a buscar al asesino sin pensar en que Chicharito debió marcar a Sneijder, en que Miguel Herrera dejó de usar el sentido común cuando traicionó su estilo metiendo a Aquino en vez de beberse el agua de los fundidos defensas holandeses, en que ya eliminábamos a Costa Rica sin antes pasar por Robben y Van Persie, en que somos responsables de nuestra aniquilación programada cada Copa del Mundo, en que no supimos ganar. Nos quitamos la vida como cada cuatro años. Somos suicidas seriales. Y de eso Robben no tiene la culpa.